Justice | Mercy | Faith

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El Dios Inmutable y el Sacerdocio Fracasado: Lo Que Aún Nos Enseña la Historia de Elí

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El Dios Inmutable y el Sacerdocio Fracasado: Lo Que Aún Nos Enseña la Historia de Elí

Dios y Sus Atributos | Ley y Gracia | Pactos y Promesas | Sacerdocio y Sacrificios | Salvación (Soteriología)

¿Qué hacemos cuando parece que Dios cambia de opinión? ¿Cuando una promesa antes declarada parece retirada—no solo de una persona, sino de toda una descendencia?

En 1 Samuel 2, nos encontramos con uno de los momentos más impactantes del Antiguo Testamento. Dios declara por medio de un profeta que está cortando la casa sacerdotal de Elí. Aunque una vez fueron escogidos para ministrar ante el Señor para siempre, su corrupción, abuso del cargo e irreverencia conducen al rechazo divino. Las palabras del Señor son contundentes: «Lejos esté de mí; porque yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco» (1 Sam. 2:30).

Parece una promesa revocada. Pero, ¿es eso lo que realmente ocurrió?

Este momento, y las preguntas que plantea, nos conducen al corazón de algunas de las tensiones teológicas más vitales en la Escritura—y en la vida.

La Naturaleza Inmutable de Dios y Sus Respuestas Cambiantes

Dios no cambia. Su carácter es eternamente perfecto—«el mismo ayer, hoy y por los siglos». Sin embargo, Sus acciones en la historia responden dinámicamente al comportamiento humano. Esto no es una contradicción; es coherencia del pacto. Dios no es una fuerza distante atada a decretos impersonales. Es un ser relacional cuya justicia y misericordia se despliegan dentro de Su carácter santo.

Cuando prometió a la casa de Elí un lugar delante de Él, fue dentro del marco de la fidelidad. Pero los hijos de Elí, Hofni y Finees, corrompieron su llamado—robando ofrendas, abusando de los adoradores, profanando lo sagrado. Elí lo sabía y no los reprendió. La respuesta divina no fue caprichosa. Fue el cumplimiento de la justicia ya implícita en el pacto original.

Dios no revoca promesas arbitrariamente; sostiene la justicia con fidelidad.

Dios No Cambia: El Ancla de Su Naturaleza

La Escritura afirma repetidamente la inmutabilidad de Dios—Su naturaleza inalterable:

«Yo, el Señor, no cambio» (Malaquías 3:6)

«Todo buen regalo y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de variación» (Santiago 1:17)

«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos”» (Hebreos 13:8)

Esta verdad no es solo filosófica; es profundamente pastoral. Si Dios pudiera cambiar en Su carácter—si fuera voluble, caprichoso o inconstante—no podríamos confiar en Él. Su amor podría flaquear. Su justicia podría vacilar. Sus promesas penderían de un hilo. Afortunadamente, no es así.

Su santidad, Su fidelidad, Sus propósitos—todos son eternamente consistentes. Él es, como dice el antiguo himno, la «Rock of Ages (Roca de los Siglos)».

Y Aun Así, Dios Responde: La Historia de una Relación

A pesar de Su naturaleza inmutable, Dios interactúa con la humanidad. Responde a nuestras decisiones. Se aflige, advierte, retiene y bendice. Estas no son señales de inestabilidad divina; son señales de una relación viva y pactada.

Consideremos estos ejemplos:

Dios desistió de destruir Nínive cuando se arrepintieron (Jonás 3:10).

Dios «se arrepintió» de haber puesto a Saúl como rey (1 Samuel 15:11).

Dios cambió de rumbo cuando Moisés intercedió por Israel (Éxodo 32:14).

¿Son estas contradicciones? No. Son el carácter consistente de Dios (justicia, misericordia, paciencia) relacionándose con personas reales en tiempo real. Él no cambia, pero nuestra postura hacia Él puede cambiar cómo lo experimentamos.

Es como un niño que camina hacia o lejos del sol. El sol permanece constante—pero el niño siente calor o sombra dependiendo de la dirección. Así es con Dios. Su luz brilla sin cesar. Nuestra respuesta determina si nos conduce a la sanidad o al juicio.

Fidelidad del Pacto: No Un Contrato, Sino Una Relación

El trato de Dios con la casa de Elí es un ejemplo claro de esta dinámica relacional. Su promesa a la línea sacerdotal nunca fue un cheque en blanco para abusar del poder. Fue un pacto, destinado a vivirse con reverencia y obediencia.

Cuando los hijos de Elí profanaron su llamado, no estaban rompiendo cláusulas escritas—estaban violando una confianza sagrada. La respuesta de Dios no fue una reacción de sorpresa o frustración, sino el cumplimiento de Su santidad y justicia inmutables.

Y aquí yace el misterio: Dios es el mismo ayer, hoy y por los siglos—sin embargo, camina con nosotros a través del tiempo, respondiendo como un Padre a Sus hijos.

La Paradoja que Sostiene Nuestra Fe

Esta tensión no es un defecto de la teología—es su belleza. Significa que:

  • Podemos confiar en el carácter de Dios incluso cuando no entendemos Sus acciones.
  • Podemos descansar en Su fidelidad, incluso cuando la vida se siente impredecible.
  • Podemos relacionarnos con Él personalmente, sabiendo que escucha, se aflige, se alegra y actúa.

El Dios que nunca cambia no es indiferente. Es infinitamente receptivo. Eso no es debilidad. Eso es amor.

La Cruz Como Clímax del Propósito Inmutable y la Respuesta Relacional

En la Cruz, vemos esta interacción de manera más poderosa. La justicia eterna de Dios demandaba que el pecado fuera tratado. Su amor inmutable proveyó al Cordero. Y Su respuesta a nuestro arrepentimiento—misericordia, gracia y vida nueva—nunca se desvía de Su naturaleza.

El Dios que no puede cambiar hizo un camino para que nosotros cambiáramos—y luego nos dio la bienvenida a Su amor inmutable.


Así que cuando Dios responde, no es porque haya cambiado. Es porque nunca lo hace.
Y esa es la mejor noticia que un mundo pecador podría escuchar.

Soberanía y Responsabilidad

La voluntad soberana de Dios reina sobre todo, y aun así Él dignifica la elección humana con consecuencias reales. La historia de Elí no enfrenta la soberanía contra la libertad—muestra cómo ambas interactúan. Dios nunca es superado, pero permite espacio para nuestra respuesta. Su justicia honra ese espacio. Cuando se abdica la responsabilidad, las repercusiones no son injustas—son el trágico resultado de la santidad divina colisionando con el fracaso humano.

La Soberanía de Dios: El Reinado de un Rey Santo

Decir que Dios es soberano es afirmar que Él gobierna sobre todas las cosas—no solo con poder, sino con sabiduría, propósito y justicia perfecta. Nada escapa a Su conocimiento. Nada descarrila Su voluntad. Como declara el Salmo 115:3:

«¡Nuestro Dios está en los cielos! ¡Todo lo que quiere, lo hace!»

Él es el Autor de la historia, el Arquitecto de la redención y el Sustentador de cada aliento. Su soberanía no es un gobierno distante desde un trono frío—es el reinado tierno y activo de un Padre-Rey cuyos planes siempre son buenos, incluso cuando son misteriosos.

Sin embargo, esto no nos convierte en marionetas. La Escritura consistentemente nos presenta como agentes reales, capaces de decisiones reales con consecuencias reales.

La Responsabilidad Humana: La Dignidad de Elegir

Desde el jardín del Edén hasta el juicio de las naciones, la Biblia lo deja claro: los seres humanos son responsables de sus acciones. Dios da mandamientos, llama a la obediencia, suplica por arrepentimiento y hace rendir cuentas.

No somos robots ejecutando un código divino. Somos portadores de Su imagen—creados con la libertad de amar, la capacidad de elegir y el llamado a reflejar el carácter de nuestro Creador.

La historia de la casa de Elí en 1 Samuel 2 es aleccionadora bajo esta luz. El plan soberano de Dios incluía un sacerdocio. Pero los hijos de Elí eligieron la corrupción sobre la consagración. Y Elí, aunque advertido, no los refrenó. ¿El resultado? Juicio.

¿Pudo Dios haber anulado sus decisiones? Sí. Pero no lo hizo—porque gobierna con responsabilidad humana, no en lugar de ella.

¿Tensión o Armonía? Sí.

Aquí yace el misterio: la voluntad de Dios siempre se cumple—aun a través de la voluntad humana. Pero esto no niega la naturaleza genuina de nuestras decisiones.

  • Los hermanos de José lo vendieron como esclavo—malo.
  • Dios lo usó para salvar naciones—soberano. «Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo encaminó para bien…» (Génesis 50:20)
  • Faraón endureció su corazón—culpable.
  • Dios lo levantó para mostrar Su gloria—soberano. «Te he levantado… para que se proclame mi nombre en toda la tierra.» (Éxodo 9:16)
  • Judas traicionó a Jesús—responsable.
  • Dios usó eso para cumplir la redención—soberano. ˆ (Mateo 26:24)

Esto no es contradicción. Es orquestación divina—Dios entretejiendo cada hilo, incluso los torcidos por el pecado, en un tapiz de gloria.

Por Qué Esto Importa

Comprender este equilibrio transforma nuestra manera de vivir:

  • Nos lleva a la humildad—porque no tenemos el control final.
  • Nos dignifica—porque nuestras decisiones importan profundamente.
  • Nos llama a la obediencia—porque somos responsables.
  • Nos da esperanza—porque incluso cuando fallamos, Dios sigue obrando.

El Dios soberano nos llama a una relación real, donde Él empodera nuestra voluntad, nos hace responsables y nunca abandona Su plan—aun cuando tropezamos.

La Cruz: Donde la Soberanía y la Responsabilidad Se Besan

En ningún lugar esto es más impresionante que en la Cruz. Manos humanas clavaron a Cristo en el madero—malvado, injusto, cruel. Sin embargo, Pedro proclama:

«A este Jesús, entregado según el plan determinado y el previo conocimiento de Dios, ustedes lo crucificaron y mataron por manos de inicuos.» (Hechos 2:23)

Responsabilidad y soberanía—ambas plenamente presentes.

¿Por qué? Porque Dios no solo está controlando la historia. La está redimiendo.


Así que sí, Dios es soberano. Y sí, somos responsables.
Y cuando sometemos nuestra voluntad a la Suya, descubrimos no tiranía—sino libertad.
No fatalismo—sino propósito.
No futilidad—sino el gozo profundo de caminar con el Rey que reina—y que nos llama a reinar con Él.

Justicia y Misericordia, Ley y Amor

Para los oídos modernos, el juicio de toda una línea familiar puede parecer excesivo. Pero si miramos más de cerca: este no fue el deseo de Dios. Fue el fin inevitable de una rebelión sin control. Y aun en el juicio, la misericordia no estuvo ausente. Dios levantó a Samuel dentro del propio hogar de Elí, un niño cuyo corazón fiel llevaría adelante la voz de Dios al pueblo. La justicia cerró un capítulo; la misericordia abrió otro.

Esto no es legalismo—es realidad moral. Dios no exige perfección, pero sí requiere reverencia. No está esperando para derribar a los imperfectos, pero sí confrontará a quienes desprecian lo santo.

La Justicia de Dios: El Fundamento Inquebrantable

La justicia no es una nota secundaria en el carácter de Dios—es fundamental.

«La justicia y el derecho son el fundamento de tu trono» (Salmo 89:14).

La justicia de Dios significa que Él siempre hace lo que es correcto. Nunca cierra los ojos ante el mal. No barre la corrupción bajo la alfombra. Su justicia no es arbitraria ni vengativa—es Su santidad respondiendo con rectitud al pecado.

Así que cuando los hijos de Elí profanaron el sacerdocio—robando ofrendas, abusando de los adoradores, tratando lo santo con desprecio—Dios no guardó silencio. Hacerlo habría sido injusto. Y la justicia, por su propia naturaleza, exige acción.

Pero aquí es donde la belleza comienza a desplegarse.

La Misericordia de Dios: La Corriente Persistente

Mientras la justicia exige consecuencia, la misericordia ofrece compasión. Y en Dios, ambas nunca son enemigas.

«El SEÑOR es clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor» (Salmo 145:8).

Aun en el juicio, encontramos misericordia. Considera esto: Dios no eliminó de inmediato a los hijos de Elí. Envió un profeta. Le dio tiempo a Elí para actuar. Crió a Samuel bajo el techo de Elí—una misericordia silenciosa, preparando esperanza en una casa en ruinas.

La misericordia de Dios no cancela la justicia; la modera. La misericordia retrasa. La misericordia advierte. La misericordia invita al arrepentimiento. Pero si no se escucha, la justicia vendrá—no porque la misericordia haya fallado, sino porque fue rechazada.

Ley y Amor: No Opuestos, Sino Compañeros

Muchos hoy ven la ley de Dios como fría y severa, y el amor como cálido y liberador. Pero en la Escritura, la ley nace del amor.

«¡Cuánto amo tu ley! Todo el día medito en ella.» (Salmo 119:97)

La ley no fue dada para agobiar sino para bendecir. Revela el corazón de Dios, protege a Su pueblo y nos señala la belleza de la santidad. Es una expresión del amor divino—barandillas para el alma.

¿Y cuando se quebranta la ley? El amor no desaparece. Es el amor el que lleva a Dios a disciplinar. Es el amor el que nos llama a regresar. Es el amor el que envió a Cristo a cumplir la ley que nosotros no pudimos guardar.

La Cruz: Donde la Justicia y la Misericordia se Encuentran, Donde la Ley se Cumple en el Amor

En la Cruz de Cristo, cayó todo el peso de la justicia. Cada pecado tuvo su precio. Dios no bajó el estándar—lo cumplió Él mismo.

«Mas él fue herido por nuestras transgresiones… El SEÑOR hizo que cayera sobre él la iniquidad de todos nosotros.» (Isaías 53:5–6)

Y en ese mismo momento, la misericordia fluyó libremente. La justicia de Dios fue satisfecha para que Su misericordia pudiera extenderse. La ley no fue abolida; fue cumplida—en amor.

“El amor no hace mal al prójimo; por tanto, el cumplimiento de la ley es el amor.” (Romanos 13:10)

Esta es la paradoja del Evangelio:

  • Dios es justo—debe juzgar el pecado.
  • Dios es misericordioso—anhela perdonar.
  • Dios es amor—por eso envió a Su Hijo para ser juzgado en nuestro lugar, para que nosotros seamos perdonados para siempre.

Cómo Esto Nos Transforma

Comprender este equilibrio lo cambia todo:

  • Nos mantiene humildes—porque merecíamos juicio, pero recibimos misericordia.
  • Nos mantiene santos—porque el amor no ignora la ley, la cumple.
  • Nos mantiene esperanzados—porque ningún fracaso está más allá de la misericordia, pero ninguna misericordia viene sin reverencia.

La justicia de Dios hace que el pecado sea serio.
La misericordia de Dios hace que el perdón sea posible.
La ley de Dios revela el camino.
El amor de Dios lo recorre con nosotros.


Así que no elegimos entre justicia o misericordia, ley o amor. Nos arrodillamos ante la Cruz—donde los cuatro son gloriosamente uno.
Y desde ese lugar, nos levantamos—no condenados, sino transformados.

El Honor de Dios y Nuestra Autonomía

Hay una mentira que nuestra cultura suele creer: que honrar a Dios significa perdernos a nosotros mismos. Que la sumisión a la autoridad divina aplasta nuestra libertad. Pero en la historia de Elí, vemos lo contrario. Los hijos de Elí buscaron la autonomía, haciendo “lo que bien les parecía”. Al hacerlo, lo perdieron todo—honor, legado, vida.

Dios no es un rival de nuestra libertad; Él es su origen. La verdadera libertad no es la ausencia de límites—es la presencia de propósito. Y el propósito florece bajo la mano de un Creador santo, digno de confianza y justo.

El Honor de Dios: La Gravedad de la Gloria

Cuando hablamos del “honor” de Dios, hablamos de algo mucho más profundo que el aplauso humano. El honor de Dios—Su gloria, Su nombre, Su reputación—no es vanidad; es el reflejo de Su propia naturaleza.

«No daré mi gloria a otro (Isaías 48:11).
«Honraré a los que me honran, pero los que me desprecian serán tenidos en poco» (1 Samuel 2:30).

El honor de Dios es el reconocimiento justo de Su santidad, justicia y amor. Honrar a Dios es reconocer quién es Él y responder en consecuencia—con reverencia, obediencia y asombro. No es opcionales el mismo propósito para el cual fuimos creados (Isaías 43:7).

Los hijos de Elí trataron el santuario de Dios con desprecio. Trivializaron la adoración. Usaron su posición para beneficio propio. No solo desobedecieron—deshonraron al Señor. Y el resultado no fue meramente un fracaso moral—fue una ofensa cósmica. Porque atacar el honor de Dios es resistir la misma verdad sobre la cual descansa la realidad.

Nuestra Autonomía: El Don y la Ilusión

Vivimos en una época que valora la autonomía—la libertad personal, la elección individual, la autodeterminación. Y con razón, hasta cierto punto. Los seres humanos fueron creados con agencia. Dios nos creó no como marionetas, sino como compañeros en Su mundo, dotados de voluntad y dignidad.

Pero la autonomía nunca fue destinada a ser absoluta.

Cuando separamos la autonomía de la responsabilidad ante Aquel que nos la dio, se convierte en rebelión. Eso fue lo que ocurrió en Edén. Eso fue lo que ocurrió en Silo. Eso ocurre en cada corazón humano que declara: «Viviré mi verdad».

Aquí está la ironía: al buscar exaltarnos, perdemos precisamente la libertad que anhelamos. Los hijos de Elí malgastaron su autonomía—y perdieron su legado. Todo intento de vivir separado del honor de Dios termina en vacío.

El Honor No Es Opresión—Es Liberación

Esta es la verdad escandalosa que el mundo lucha por comprender: Honrar a Dios no es esclavitud—es libertad.

«Sus mandamientos no son gravosos.» (1 Juan 5:3)

¿Por qué? Porque fuimos hechos para honrarle. Es nuestro diseño. Vivir para nuestra propia gloria es nadar contra la corriente de nuestra propia naturaleza creada. Pero cuando alineamos nuestra autonomía con Su honor—cuando nuestra libertad se rinde a Su señorío—florecemos.

Jesús lo dijo mejor:

«El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.» (Mateo 16:25)

No fuimos creados para ser señores autónomos. Fuimos creados para ser hijos e hijas—libres en la sumisión, vivos en la entrega, exaltados en la humildad.

La Cruz: El Honor de Dios y la Humildad de Cristo

En ningún lugar se resuelve esta tensión de forma más hermosa que en Jesús. Él, siendo plenamente divino, no se aferró a Sus derechos. Honró perfectamente al Padre, humillándose hasta la muerte—aun muerte de cruz (Filipenses 2:6–8).

¿Y cuál fue el resultado?

«Por eso Dios también lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que es sobre todo nombre…» (Filipenses 2:9)

El camino de honrar a Dios conduce al gozo, no a la pérdida. Jesús nos mostró que la verdadera autonomía no es independencia de Dios—es unidad con Su voluntad.

Nuestra Respuesta: Escoger el Honor Superior

La historia de Elí es una advertencia sobria. Él honró a sus hijos más que a Dios. Permitió que el temor o la pasividad pesaran más que la reverencia. Y Dios respondió—no por orgullo herido, sino porque Su honor es el fundamento mismo de la vida.

Y sin embargo, la puerta para regresar nunca está cerrada. Para quienes se humillan, confiesan y realinean sus vidas con Su honor—hay misericordia, restauración y un propósito inquebrantable.


Así que elijamos con sabiduría.
No la ilusión de una autonomía sin ataduras, sino la dignidad de la adoración.
No la alabanza pasajera de los hombres, sino el honor eterno de Dios.
No una vida curvada hacia adentro, sino una vida elevada hacia lo alto.

Porque al honrarlo a Él, encontramos nuestro yo más verdadero—y entramos en una libertad que ninguna corona autoimpuesta podrá jamás ofrecer.

El Corazón de la Cuestión

Lo que le sucedió a la casa de Elí es una advertencia, no una contradicción. Es un espejo ante nuestras propias vidas. Dios ha hecho promesas a Su pueblo—promesas selladas no con sacrificios de toros y machos cabríos, sino con la sangre de Su propio Hijo. Estas promesas son seguras. Pero el llamado permanece: «Honraré a los que me honran.”»

La santificación no se trata de esforzarse por ganar el amor de Dios—se trata de vivir de una manera que honre a Aquel que nos amó primero. En un mundo que ve los mandamientos de Dios como cadenas, el creyente los ve como llaves—que abren una vida de dignidad, integridad y adoración.

Más Que una Lección de Historia

La historia de la casa de Elí en 1 Samuel 2 no es solo un registro antiguo de fracaso sacerdotal. Es un espejo.

Revela no solo el peso del liderazgo espiritual, sino el peso de la respuesta del corazón de cada uno ante Dios. Ya seas sacerdote o padre, profeta o feligrés, la pregunta sigue siendo la misma:

¿Honrarás al Señor?

Este es el hilo que atraviesa todo el pasaje—no un fracaso ritual, sino un fracaso relacional. Dios no está simplemente contando pecados. Está observando corazones. Y la tragedia de la historia de Elí no es solo lo que hicieron sus hijos—es que despreciaron al mismo Aquel a quien estaban destinados a servir.

El Pecado No Es Solo Romper Reglas. Es Romper la Relación.

El problema más profundo con Hofni y Finees no fueron solo sus acciones inmorales—fue su desprecio por la presencia de Dios. Robaron de Su altar. Trataron a Su pueblo con desdén. Deshonraron Su nombre.

No solo rompieron la ley. Rompieron la confianza.

Esto es lo que hace que el pecado sea tan grave. No porque Dios sea frágil o fácilmente ofendido, sino porque Él es santo, y nuestras vidas están diseñadas para orbitar alrededor de Él.

El pecado dobla esa órbita hacia adentro. Nos aleja de la adoración y nos dirige hacia el yo.
Pero el corazón que honra a Dios—que le teme correctamente y le ama profundamente—es un corazón que vive en armonía con la vida tal como siempre fue diseñada.

Dios Busca el Corazón Que Lo Honra

«Honraré a los que me honran.» (1 Samuel 2:30)

Esto no es una transacción. Es una relación. Dios no necesita nuestro honor para aumentar Su gloria. Invita nuestro honor porque nos alinea con Su presencia que da vida.

Elí no falló porque fuera imperfecto, sino porque dejó de luchar por lo sagrado. Sabía lo que hacían sus hijos, pero los refrenó muy poco, y muy tarde. Y al hacerlo, permitió que el nombre del Señor fuera pisoteado.

Esto no se trata de legalismo—se trata de amor. Dios no está buscando personas impecables. Está buscando corazones fieles. No aquellos que siempre lo hacen bien, sino los que no hacen las paces con lo que está mal.

Esta Sigue Siendo Nuestra Historia

Todos nos encontramos donde estuvo Elí. Todos luchamos con la tentación de priorizar la comodidad sobre la convicción, las relaciones sobre la rectitud, el silencio sobre la verdad. Y todos debemos elegir:

¿Honraremos al Señor por encima de todo?

Porque esto no se trata solo de la casa de Elí. Se trata de la nuestra. Se trata de cómo guiamos a nuestras familias, cómo servimos en la iglesia, cómo vivimos cuando nadie más está mirando.

Se trata de vivir de tal forma que diga al mundo: «Dios es digno.»

La Buena Noticia: Hay un Mejor Sacerdote, una Mejor Esperanza

Aun cuando el juicio cayó sobre la línea de Elí, Dios ya estaba preparando algo mayor: un sacerdote fiel, uno que haría conforme a Su corazón y Su mente (1 Sam. 2:35). En última instancia, esto apunta a Cristo—el Sacerdote perfecto, que nunca falló, nunca vaciló, y siempre honró al Padre.

Y en Él, no solo somos perdonados cuando fallamos—somos capacitados para vivir de otra manera.

El corazón de la cuestión es este:

  • Dios es santo.
  • Somos responsables.
  • Pero la gracia es real.
  • Y el llamado permanece: Honra al Señor con tu vida.

Así que hónralo.
No por miedo, sino por reverencia.
No para ganar amor, sino porque ya eres amado.
No para evitar el juicio, sino para caminar en comunión gozosa con el Dios que es justo, misericordioso, soberano—y bueno.

Ese es el corazón de la cuestión
Y ese es el corazón que Dios sigue buscando hoy.


Esta historia, entonces, no se trata de un Dios que rompe promesas. Se trata de un Dios que las cumple—con justicia feroz, misericordia sin límites y un deseo inquebrantable por corazones que lo busquen.

En la caída de Elí, somos advertidos. En el ascenso de Samuel, somos invitados.

Hónralo. Camina con Él. Y vive en la libertad de ser conocido y amado por un Dios santo.